Hay una propuesta que está sobre la mesa de economistas y legisladores, y tiene un doble objetivo ambicioso: poner coto al cambio climático y, de paso, aliviar la pobreza. Se basa en la idea de que el aire limpio es un derecho de todos, y si alguien contamina el aire que es de todos, debe pagar por ello. Son los dividendos de carbono.
La mecánica detrás de esta propuesta es más simple. El gobierno impone un impuesto a las empresas que extraen combustibles fósiles –carbón, petróleo, gas– en el mismo momento en que salen del suelo o cruzan la frontera. Ese coste adicional, como es lógico, las empresas lo trasladan a los precios de la gasolina, la electricidad o el gas para calefacción. Todo se encarece. Hasta aquí, suena fatal para el bolsillo. Pero aquí está el truco, la parte brillante: el 100% del dinero recaudado con ese impuesto se reparte de manera equitativa entre toda la población. Cada adulto, cada niño, recibe el mismo ingreso. Es lo que se conoce como un dividendo.
Y esto es clave. Porque sí, la energía será más cara. Pero para la mayoría de las familias de ingresos bajos y medios, ese cheque que reciben –ese dividendo– será mayor que el incremento extra que acaban pagando en sus facturas. ¿Por qué? Porque los hogares más ricos consumen muchísima más energía. Tienen casas más grandes, más coches, viajan en avión con frecuencia. Su huella de carbono es descomunal comparada con la de una familia que apenas puede mantener la calefacción en invierno. Al menos en la teoría, el balance sale positivo para la mayoría. Es una redistribución de riqueza pura y dura, pero con un incentivo ecológico para todos.
He leído que en algunos sitios, como Canadá, ya lo están haciendo. La provincia de Columbia Británica tiene un impuesto al carbono desde hace años, y Alberta distribuye dividendos. La gente recibe su dinero y, curiosamente, el sistema goza de una popularidad sorprendente.
Parece que cuando la gente ve un beneficio tangible y directo, la resistencia a las políticas climáticas se desvanece. Es una lección importante. No se puede pedir a la gente que apriete el cinturón por un bien abstracto y lejano sin ofrecerle algo a cambio. Aquí, el beneficio es claro e inmediato.
Los retos de los dividendos de carbono
Pero claro, con intereses políticos y empresariales de por medio, suenan algunas alarmas. ¿Y si las grandes empresas, en lugar de innovar para ser más verdes, simplemente se dedican a presionar para bajar el impuesto? ¿Y si este impuesto merma la disposición de los gobiernos en la adopción de tecnologías ambientalmente más limpias? ¿Y si el aumento en los precios de los productos termina diluyendo los dividendos de carbono? Son riesgos reales.
La clave estaría en blindar el mecanismo para que ese precio al carbono no se diluya con el tiempo. Tiene que ser predecible y aumentar progresivamente, para que las compañías tengan la certeza de que contaminar les saldrá cada vez más caro. Así la inversión en renovables dejará de ser una opción para convertirse en una necesidad de supervivencia empresarial.
Además, está el efecto psicológico positivo. Recibir un pago periódico te hace consciente del problema y te convierte en parte de la solución. Cada vez que llenas el depósito de gasolina, sabes que ese sobrecoste extra no se lo queda el gobierno en un cajón oscuro, sino que te será devuelto a ti y a tus vecinos. Cambia la narrativa por completo. De ser una víctima de los impuestos a ser un accionista de la atmósfera.
Un estudio publicado por Somos Innovación destacaba que este modelo no solo es positivo para el clima, sino que es una solución positiva y viable que puede generar una coalición amplia de apoyo. Y lo necesita, porque sin apoyo social, cualquier medida verde está condenada al fracaso.
Se trata de alinear los incentivos. De que lo correcto –ahorrar energía– sea también lo más rentable para la familia de a pie. Los dividendos de carbono podrían ser ese mecanismo elegante que tanto buscamos. Un sistema que no castigue, sino que premie. O al menos, que compense. La pregunta que me queda flotando en el aire es: ¿estamos dispuestos a probar algo tan radicalmente sencillo? Porque el tiempo, ese sí, no nos sobra.